El cumpleaños del Juez de Timbío
-¡Cómo se han fugado los años. ¿Cuántos de soledad en
este mismo cambuche? Treinta y pucho de años puebliando y puebliando de
juzgado en juzgado y dando pedal sin cadena -dijo, en voz algo subida, mientras
se desperezaba mirándose al espejo.
Aquella era la inocultable realidad del Juez de Timbío en
el día de su cumpleaños número cincuenta y no sé cuántos. Su entorno seguía
idéntico e invariable. Ahí se hallaba Lorenzo Santamaría en un apartamento de
tres alcobas, sin estudio, un refugio de cemento, ubicado en un barrio sin
nombre, el cual había comprado a crédito, a quince años, con el adelanto de las
cesantías, que aún no terminaba de pagar.
En su dormitorio, se hallaba la cama doble, testigo muda
de los vacíos de amores de siempre. Estirada en el piso en un tapete de fique
se veía a Sacha, su perra golden retriver de un dorado moreno, casi color
panela.
Sacha dormía con las patas encogidas, con la trompa
encima de un cojín, y parecía fundida en una modorra imperturbable, pues
borboteaba espumarajos por la trompa. Sacha era su compañera inseparable,
con la que caminaba cuatro, cinco y hasta ocho horas, sin tregua, quizás
en persecución de nada, por unas trochas demasiado dilatadas, iluminadas por la
luna que se hallara de turno; caminaban a través de sábados, miércoles y
domingos, por unas trochas que no los conducían a ninguna parte, a ningún
encuentro, a ninguna espera, quizás tan sólo hacia el interior y exterior de
ellos mismos, y juntos habían aprendido a perder el rumbo entre las tinieblas y
también a encontrarlo.
Lorenzo Santamaría y Sacha no encontraban respuestas
acerca del porqué desfilaban horas de corrido ahondados en el bosque, el cual,
hasta donde recuerdo, se extendía como unos tres kilómetros y medio por las
afueras de Timbío, y cuando se sentaban a descansar, por ahí en un claro del
bosque, bajo los ramales de un arbusto frondoso, a espantar el almuerzo
atrasado, no cesaba de echar lenguas con Sacha.
Cuando el Juez de Timbío se destapaba en monólogos, Sacha
ondeaba el rabo esponjado, subía, bajaba las orejas, las movía a izquierda, a
derecha, aflojaba lengüetazos que untaban de espuma la cumbamba de Lorenzo, y
le contestaba con aullidos de tonos diferentes: unos suaves, otros graves,
ascendentes, descendentes, sostenidos, como los de una loba en una noche de
luna llorona; eran unos aullidos, en los cuales el Juez de Timbío identificaba
de manera exacta las respuestas. Acontecía en demasía curioso observarlos, pues
a través de miradas, brincos, meneos del rabo, aleteo de orejas, aullidos de
tonos diferentes, monólogos en regaderas, y hasta del silencio duradero, cuando
se miraban frente a hocico, se entendían y echaban lenguas por ratos.
A un lado de la cama se veía una mesita auxiliar y
sobre la misma, un radiecito de doce bandas, y en el piso un baúl
enchapado en cuero, en donde Lorenzo Santamaría guardaba innumerables cartas,
en sobre cerrado, enviadas por los reclusos que había condenado a lo largo de
treinta y no sé cuantos años, y las escritas a Irene, su amor de juventud, las
que jamás llegaron, pues por la timidez que lo caracterizaba no se atrevió a
ponerlas en el correo. En los fines de semana, cuando imaginaba su presencia,
las releía y al parecer se transportaba a los corredores del Claustro de Santo
Domingo, allá en la Facultad de derecho de la Universidad del Cauca, cuando
eran novios, pues a pesar del transcurso de veinticinco años de ausencia, la
seguía amando en silencio.
En el otro cuarto, se descubría un armario al que llamaba
biblioteca. En las rinconeras reposaban algunos códigos penales sin
vigencia; agonizaban como unas quince carpetas abultadas de cartón manila, al
parecer con la selección de sus mejores sentencias como juez penal del
circuito; una máquina de escribir Olivetti, demasiado oxidada, sin las teclas
de las vocales, y un arrume de expedientes, amarrados con cabuyas mugrientas,
con las carátulas aceitunas demasiado enmohecidas. Hasta donde recuerdo, era
una colección de mamotretos de asesinatos y otros delitos menos punzantes, los
cuales año tras año habían sido sus lecturas recurrentes durante treinta y
pucho de años como juez penal municipal y penal del circuito.
Lorenzo Santamaría se acomodó en el escritorio, se sirvió
dos tragos dobles de aguardiente caucano, bebió a sorbitos, hasta el el fondo,
prendió un cigarro sin filtro, de manera lenta con tambaleantes movimientos en
círculos, alzó la mirada hacia el techo, y como si se tratara de un
suspiro reprimido, expulsó la primera bocanada que se elevó hasta el techo.
Al instante sumido en la tristeza explotaron dos lagrimones que humedecieron su
arrugado rostro.
Llamó a Sacha, la que acudió y le lamió las manos. La
abrazó potente, le dio un beso grandote en el hocico, y como era su costumbre
empezó a hablarle, mientras ella con vivacidad le batía la cola.
-Oíste Sacha -le dijo- te voy a contar otro capítulo de la
novela que estoy escribiendo.
-!Guaaauu! ¡Guaauuu! -le contestó Sacha, lamiéndole la
cara.
-Como te parece que ayer, al igual que la semana pasada y
el año pasado y el antepasado y como todos los que se me han fugado, siempre
llegaron a este escritorio y siempre me ocupé destos cuadernotes que vos
ves aquí desparramaos. ¿Si los ves? Sólo papelones untados de prisiones
que jamás cesaron de contarme historias de atracos, estafas, puñaladas,
machetazos, homicidios, alcaldes y gobernadores chanchulleros. Desas tragedias
que tantas veces te he chamullado le ocurren a hombres y mujeres de
los puaquí y los puallá y que no se cansan de repetir.
¡Oiste Sacha! A lo largo ya ni sé de cuántos calendarios.
Pues esas calendas las tengo medio perdidas. Lo único que mi cabezota ha hecho
es revolotiar alrededor de códigos, artículos, incisos, numerales, parágrafos y
carretazos de inocentes y culpables. Paqué te digo Sacha o cómo te dijera. Que
volteo a mirar parriba, pabajo, patodos lados y sólo desfilan caratulas amarillas
descoloridas y arrumes de papeles amarrados con cabuyas sucias.
-!Guaau
Gauuuuu! ¡Guau Guuiiiiiiiiiii! -aullaba Sacha, mientras lo miraba a los ojos y
batía el rabo en direcciones opuestas.
-Paque te des cuenta de la vaina. Ahora si te puedo medio
contar, cómo es que se respira en los guacales. Esos, esos guacales de los
despachos judiciales puallá en los pueblos. Allá la vida de jueces, fiscales,
secretarios y desos que llaman litigantes. Imagináte Sacha, allá la vida sólo
baila al compás de la música de los teclados de las Olivetty, y pa completar el
danzón con las letras formatiadas de indagatorias, calificaciones, sentencias,
y vuelve y juega.
Allá, la puerca vida se acorta entre oficios, comisiones,
memoriales, inspecciones e interrogatorios y dále que dále. Cómo te dijera,
entre papelones y sentencias que salen y entre expedientes que viajan y
regresan cuando te las confirman o patarribean dependiendo del marrano de
turno. Tanto y tanto que a veces por las mañanas cuando llego y abro la puerta
de la oficina me siento como si me hallara encanao en el lugar del camello, y
por las noches cuando regreso a dormir a este cambuche, me parece, eso, eso,
como si me hallara en detención domiciliaria.
-¡Es que mirá Sacha!, poné cuidaooo, ¿A vos no te parece
tenáz quete hubieran dado la oficina del juzgado por cárcel y sin manera de
pedir la libertad provisional sino después de veinticinco años de canazo mal
remunerado hasta cuando te llegue la jubilación? ¿Te imaginás vos allá
encaletada voliando máquina de escribir mañanas y tardes enteras? ¡De seguro
que hasta ladrar se te había olvidaooo y ni la cola batirías!
-Paqué te digo, que a veces alcanzo a percibir como si
tuviera mi alma colgada de un expediente desos que ves amarrados con cabuyas
mugrientas y como si este pucho de vida se me hubiera enredado entre
los índices y páginas del código penal. Oíste Sacha, deso que llaman doctrina y
deso que llaman jurisprudencia se me fugaron los años y tremenda carrilera sin
vagones la que tuavía falta. Ahora se me reventó la úlcera con eso que llaman
síndrome de articulitis. Patología funeral pala cabezona porque de a poco a
poco se te van secando las neuronas sin reversa. Desa joda incurable que
padecen escribientes, abogados, jueces, fiscales y magistrados. Y lo que es más
tenaz, a veces sin darse cuenta.
En ocasiones mi alas vuelan hasta cualquier lugar del
planeta donde sopla el aire puro sin olor a expedientes. Y me transporto a los
potreros en una desas mañanas en las que los vaqueros madrugan a cumplir la
faena de marcar con hierros de fuego el lomo de los mejores ejemplares de la
ganadería. Y alcanzo como a percibir los retorcijones de rabia y dolor desas
vacas y toretes cuando aquellos hierros al rojo vivo calcinan y chamuscan sus
carnes.
A veces Sacha, te cuento que siento como si hubieran
marcado mi cabezona, con uno o tres o no se cuántos más articulitos desos
códigos penales sin vigencia. Imagináte, esa es la única palabra favorita en
los establos de la justicia por donde he pasado y pasado buscando la jubilación
que necesito. Pero los artículos deste código penal, a la larga de la larga son
como una sinfonía inconclusa. Y a veces parecen como un caimán hambriento, y
otras, como un poemario, pues al fin de cuentas son un puente entre la odiosa
cárcel y la bendita libertad.
-Guauu!
¡Guauu! ¡Guagueeeeeeeeeeee! -aullaba Sacha, mientras daba vueltas en círculo
alrededor del escritorio.
-¡Pero fijáte Shacha! … que las jodas esas de la
tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad y dese pocotón de cosas enredadas que
chamullan los abogados de las que vos no entendés nada de nada y mejor que no
entendás ni mierda porque terminarías medio sordomuda. A la larga de la larga
son vidorria y de alguna manera deben servir palguna mierda, pues terrible
sería que se convirtieran en símbolo de la muerte.
Cuando terminó de hablar, cuál seria la sorpresa que se
llevó Lorenzo, al extremo que atónito ante el espectáculo que se deslizaba ante
sus pupilas, alzó la garrafa y de un solo jalón se mandó un buchado de
aguardiente caucano. De repente, observó que a Sacha se le hincharon los
cachetes, se le crisparon los pelos de la cola, desbordaron los ojos como si la
estuvieran ahorcando, empezó a chorrear babas, a jadear y jadear y en vez de
ladrar, de manera prodigiosa silabeo sus primeros sonidos articulados y le
dijo:
-Guaauuliizz
Guauuiiileaños Goouiiiiiiiiirenzo!
germanpabongomez
Popayán, septiembre de 2014
El Portal de Shamballa.
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