lunes, 30 de julio de 2018

UN PLACER POCO FRECUENTE - PUBLICIDAD


martes, 24 de julio de 2018

SIN EL PAN Y SIN EL BESO


Aparte del relato, Sin el pan y sin el beso, incluido en la publicación Un placer poco frecuente
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La noche en la que entablé intimidad con el contrabajo, estaba yo acostado ya, cuando de pronto llegó hasta mis oídos y hasta mi cuerpo, el sonar de una música bailable, acompañada de un retumbar que llevaba el ritmo. Escuché dos o tres temas y ya sin poder contener la curiosidad, especialmente por ese retumbar, me levanté, me vestí, salí a la calle y me dejé guiar por el sonido de la música. Llegué al cabo de caminar dos calles hasta la casa de quien sería, por un largo tiempo, el primer novio de una de mis hermanas mayores; allí estaba montada la parranda. Me estacioné en la orilla de la puerta de entrada de esa casa que coincidía también en ser la puerta de la sala de aquella grande y colonial vivienda. Cinco músicos hacían bailar con sus ritmos cumbancheros a un grupo de parroquianos que no descansaban de bailar ni entre tema y tema, se bailaban hasta los silencios. Yo, mientras, disfrutaba de todo, pero especialmente con un señor que, vestido de impecable negro fúnebre, desprovisto totalmente de cabellera y que de poco no era un liliputiense, daba con fuerza, alegría y mucho ritmo a las tres cuerdas de tripa de cordero de su inmenso instrumento, del que supe poco después que llamaban contrabajo. Como si fuera posible mi deseo, a cada final de canción, pedía en mi mente que la repitieran, pensado que la siguiente no sería tan buena como la que finalizaba, pero la que seguía, me gustaba tanto o más que la última y así, hasta el final de la fiesta, cuando los danzantes de danza parecían tener ya los huesos aflojados. A la hora final, no recuerdo cual, no tuve otra solución que irme a dormir el insomnio que me había dejado la emoción de ver y escuchar el ritmo y sonoridad que le daba el contrabajo a esa música.
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martes, 17 de julio de 2018

¿CUÁNDO MORIRÍA LICERIO?


Relato completo en la publicación: 

Un Placer Poco Frecuente. 

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Suelo aprovechar para echar una ojeada rápida al diario mientras tomo el primer café del día; nunca me detengo, en realidad, a leer toda la noticia, me limito casi siempre a los titulares. Sin embargo, en esta ocasión, el titular anunciaba la muerte de un personaje del común, que de corriente no es titular de ningún diario en parte alguna del mundo, pero las circunstancias de la muerte habían logrado incrustarla como noticia de primera plana, y hacer que yo la leyera con suficiente interés como para no saltarme ni una coma, y no sé por qué, o cuál razón, me trajo a la memoria, al bueno y trágico Licerio.
La vida de Licerio era eso, una tragedia, una de aquellas de película de poca monta, en la que excepto el protagonista, y tal vez el camarógrafo, logra sobrevivir hasta cuando el último cuadro que anuncia FIN, y para mayor desgracia de un buen cinéfilo, sin rasguño alguno digno de las peripecias y aventuras vividas.
Por supuesto, el día que contrajimos nuestra amistad, fue a consecuencia de una de sus innumerables tragedias.
Caminaba yo por las calles estrechas del centro de la ciudad; el sol brillaba con prudencia, dándole al día un temperamento apacible. Así, el día no pronosticaba catástrofes o desgracias dignas de pesadumbres o lamentos graves, pero claro, los días no siempre aciertan en sus presagios, porque, al menos para Licerio, de alguna manera no lo fue; pues, una vez más, acababa de hacerle otro quite a la parca.
La pequeña catástrofe aconteció ante mí en un abrir y cerrar de ojos, justo en la acera de enfrente por donde transitaba en paz y a buen recaudo del peligro.
Licerio, largo en el sentido literal de la palabra, pues por poco no alcanzaba la longitud de una escalera capaz de llegar a un segundo piso, y tan flaco que cualquiera a más de veinte metros podía confundirlo con una guadua fuera de lugar, había evitado en esta ocasión su trágico deceso, justo gracias a esto, a su delgadez, pues en el recodo en el que había quedado atrapado, apenas si cabía él y algo de aire. El oxidado parachoques del gigantesco autobús había dejado un pequeño triángulo de espacio salvavidas entre el portalón de recia madera de la casa y un extremo de su gruesa pared.
El conductor de la bestia metálica se tragó la señal de pare. Intentando esquivar al vehículo que se le venía de canto, giró a la derecha y continuó sobre el andén por donde caminaba el trágico Licerio. A continuación, se lanzó sin ninguna consideración, contra el portalón de la casa esquinera y, de paso, sobre Licerio que retrocedió a la velocidad del rayo refugiándose en el dintel del portalón, en su intento por evitar ser apachurrado y destripado por el monstruoso armazón del vehículo.
Cuando la mole metálica quedó definitivamente empotrado contra la esquina del portón de la mansión, y dio a entender que no consideraba proceder en mayores actos criminales, me pareció ver una sombra salir escurriéndose por la pared del rincón donde se hallaba Licerio; podría haber sido la proyección del cruzar de una ave frente al sol que daba en ese momento de lleno al lugar, sin embargo, en tales circunstancias, me dio por pensar que el hombre había finiquitado y su alma se largaba para donde quiera que se vayan las almas, sean de inocentes o culpables.
Por supuesto, una vez que el peligro había tocado el punto más bajo, corrí al otro lado de la calle, me asomé al dintel semidemolido, y para mi sorpresa, y satisfacción, el autobús le había dejado a Licerio, como les cuento, el espacio exacto para permanecer con vida; ni una gota de sangre, ni torcedura o destripamiento, no le faltaba ni un diente; lo único que resaltaba eran sus ojos, fuera casi de sus órbitas, y la palidez en su cara como la blancura de queso fresco. Trepé sobre el parachoques del vehículo agresor, le extendí la mano derecha para ayudarlo a salir de su madriguera, él la tomo con su izquierda, lo halé hacia arriba, puso sus pies temblones sobre el parachoques, y desde allí de un salto, los dos, al suelo.
Para ese momento, el conductor de la mole mecánica, con su cara inconfundible de chofer de bus, también provista de una blancura que incitaba al mareo, descendía del vehículo repitiendo como loro espantado y a voz en cuello, que el accidente había sido consecuencia de un fallo mecánico. Así, después de repetirlo al menos diez veces, y habida cuenta de que las lesiones del asustado Licerio no pasaban del daño emocional, los discursos de unos y otros, incluso los de un buen número de curiosos entrometidos que nunca faltan, terminaron sin más, en tablas.
Le invité enseguida a tomar algo para que aliviara el susto; nos metimos en el primer chiringuito que estaba a la vuelta de la esquina con la sola intención de tomarnos una cerveza, pero vino otra y otra hasta que, al fin, la ingestión de la bebida nos acarreó una borrachera como mandan los buenos cánones del mal comportamiento. Claro, las historias que iba desgranando Licerio sobre cuántas veces había esquivado el óbito se volvieron casi interminables y no dejaban más opción que la sed que debíamos aliviar con más cervezas.