Aparte del relato, Sin el pan y sin el beso, incluido en la publicación Un placer poco frecuente
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La
noche en la que entablé intimidad con el contrabajo, estaba yo acostado ya,
cuando de pronto llegó hasta mis oídos y hasta mi cuerpo, el sonar de una
música bailable, acompañada de un retumbar que llevaba el ritmo. Escuché dos o
tres temas y ya sin poder contener la curiosidad, especialmente por ese
retumbar, me levanté, me vestí, salí a la calle y me dejé guiar por el sonido
de la música. Llegué al cabo de caminar dos calles hasta la casa de quien
sería, por un largo tiempo, el primer novio de una de mis hermanas mayores;
allí estaba montada la parranda. Me estacioné en la orilla de la puerta de
entrada de esa casa que coincidía también en ser la puerta de la sala de
aquella grande y colonial vivienda. Cinco músicos hacían bailar con sus ritmos cumbancheros
a un grupo de parroquianos que no descansaban de bailar ni entre tema y tema,
se bailaban hasta los silencios. Yo, mientras, disfrutaba de todo, pero
especialmente con un señor que, vestido de impecable negro fúnebre, desprovisto
totalmente de cabellera y que de poco no era un liliputiense, daba con fuerza,
alegría y mucho ritmo a las tres cuerdas de tripa de cordero de su inmenso
instrumento, del que supe poco después que llamaban contrabajo. Como si fuera
posible mi deseo, a cada final de canción, pedía en mi mente que la repitieran,
pensado que la siguiente no sería tan buena como la que finalizaba, pero la que
seguía, me gustaba tanto o más que la última y así, hasta el final de la
fiesta, cuando los danzantes de danza parecían tener ya los huesos aflojados. A
la hora final, no recuerdo cual, no tuve otra solución que irme a dormir el
insomnio que me había dejado la emoción de ver y escuchar el ritmo y sonoridad
que le daba el contrabajo a esa música.
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