jueves, 2 de diciembre de 2021

 

UNA HISTORIA DE MI VECINA

 

Mi vecina, la más comunicadora, por no decir la más chismosa, es imposible de evitar; anda por todas partes y te la encuentras en horas inesperadas, en lugares imprevistos. Mientras uno intenta estar siempre en la ocasión y lugar contrario, para no cruzártela, ella siempre está en el momento y lugar adecuado para atravesarse en el camino del resto de vecinos; y entre sus víctimas, yo.  Llevaba algunos años evitando su conversación y chismorreo, improvisando en algunos casos una cara de piedra y en otros, una de andar de urgencia, recursos que poco han valido. Desde el  día que supo de la publicación de mi primer libro de cuentos y relatos, no porque yo se lo contara, por supuesto; en realidad, cuando logré convencer al resto de vecinos que me compraran algunos ejemplares de mi libro, que unos compraron por amistad y otros por compasión, evité de todas las maneras ofrecerle el libro a la susodicha vecina comunicativa; sin embargo, fue imposible evitar que conociera la noticia y, una noche calculando la hora de mi llegada, que ya conocía, efectivamente, la encontré apostada en la puerta de mi apartamento .

No entiendo como no ha contado conmigo para ofrecerme su obra literaria que ya todos tienen, menos yo, me dijo, con cara de reproche y dignidad de perro faldero. No me quedó otra que improvisar una solución salomónica. Mi querida vecina, le dije, estoy apenadisimo con usted; no crea que no tenía prevista su copia; pasó que se me agotaron por aquellos días cuando le vendí a los otros vecinos, pero, estaba pendiente del envío de otro paquete de copias, entre los que el primero había dispuesto, era su ejemplar mi apreciada vecina, y da por casualidad que acaban de llegarme.

Abrí mi maletín, donde siempre llevo dos o tres copias en previsión de encontrar por estos caminos de Dios, a algún conocido o amigo, para atosigarle con mi libro, hasta que me lo compra. La mujer relajó su cara templada y con una sonrisa, que casi le daba la vuelta a la cara, me arrancó de la mano el libro, lo guardó en un bolsillo gigantesco de un delantal que le acompaña mañana, tarde y noche. Me lo voy a leer inmediatamente, ¿Basó alguna de sus historias en los personajes que nos rodean?  Me preguntó con una sonrisa que buscaba complicidad. No, no, le respondí de inmediato, son puros cuentos, son invenciones. Se dio la vuelta con la intención de marcharse, reiterando: ahora mismo lo empiezo. Al ver que no preguntó por el precio, que supuse ya lo sabía, la detuve con mi discreto cobro: vecinita, son solo cuarenta mil pesitos. Ay si claro, dijo de inmediato, pero como yo tampoco tenía previsto que me tuviera mi copia, no saqué plata, pero mañana a primera hora cuando salga, a las 8:15 a su trabajo, le tengo su plática y mi opinión sobre su libro, porque veo que no tiene muchas páginas, dijo mirando el bolsillo con el libro dentro, haciendo un ademán que me pareció burlón. No tuve más que responderle que: claro que sí vecina, con mucho gusto, cuando pueda, cuando le quede fácil; mañana mismo, me respondió muy digna.

A las 8:15 de la mañana siguiente, cuando salía a mis quehaceres habituales, mi vecina puntualmente me esperaba en la puerta del edificio; estaba empingorotada con su traje de salir de compras y los cuarenta mil pesos, en billetes pequeños en su mano. Aquí tiene sus cuarenta mil pesos, valen su peso en letras, dijo. Pensé como buen pesimista que soy, que me lo decía en tono de reproche, sin embargo, salí pronto del susto. Me gustaron muchísimo sus cuentos, me encantó el de “la boda” y el del lobo, lo felicito. Habían pasado al menos dos meses desde que le vendí las primeras copias al resto de vecinos y tengo que confesar que de la única que he recibido un comentario ha sido de la chismosa. Los demás, desde el día de su compra me saludan con tanta prisa o distracción, que creo ha sido en su defensa, para no tener que reconocer que aún no han leído, o, en el peor de los casos, que lo hayan hecho y no se atreven a despotricar sobre mis virtudes literarias.

Ustedes se preguntarán o se dirán, por qué nos cuenta semejante tontería. Bueno, pues les cuento esto como antecedente de la historia que voy a decirles y que, con seguridad, no se la creerán, como yo en un principio, por ser salida de toda posibilidad terrícola. Ya verán...

Enseguida de guardarme mis cuarenta mil pesos y agradecer a la vecina que me sonreía con verdadera complacencia, intenté despedirme, pero no fue posible. Venga, me dijo dando un paso adelante, que yo también voy para el centro y sé que la buseta que toma también me sirve a mí, ¡camine, camine!, me insistió confianzuda, dándome un apretón en el brazo. No tuve más que aceptar su chismosa compañía.

Verá, me dijo, mientras caminábamos a la parada del transporte público, se habrá dado cuenta que a Carmen y a su marido, el profesor, los del 304, no se les ha vuelto a ver. Sí, efectivamente, dije sin interés, pensé que se habían separado o que ella estaría hospitalizada, porque la última vez que la vi estaba muy delgada, llegue a pensar incluso que sufría de cáncer, agregué, porque ya entrado en gastos, decidí seguir la conversación. Pues le voy a contar lo que sucedió, según he podido averiguar y se lo voy a contar a usted, porque creo que le puede servir para que arme un cuento; aquí, me hizo recordar el prefacio de la última obra que leí de Mario Vargas Llosa, “Tiempos Recios”. En este cuenta, que no hay cosa que le disguste más y según él, como a muchos escritores, que alguien les llegue con el cuento de que una experiencia o anécdota les va a servir para que escriban un cuento o una novela; sin embargo, a párrafo seguido reconoce, que aquel libro tiene su origen en un hecho como este. Yo soy de los que creo que todo lo que ves, sufres o disfrutas y lo que te cuentan, puede ser la inspiración para escribir un cuento, ejemplo de lo cual son mis cuentos, “La boda” o, “¿Cuándo morirá Licerio?” Por lo tanto, decidí que bien podía ser, el chisme de mi vecina, un mensaje de la musa, por lo que me interesé en escucharla.

¿Qué ha pasado con ellos en realidad? le pregunté, dejando bien claro con mi expresión, un gran interés en el asunto, ¿se separaron? No es tan sencillo, respondió ella, si le digo que sí, así simplemente, no tendría nada de curioso, por eso debo empezar desde el principio. Desde aquel punto no volví a interrumpirla. A los pocos minutos de caminar, encontramos la parada del bus urbano; no debimos esperas mucho antes de que pasara el de la ruta que nos llevarías hasta el centro de la ciudad; por suerte para la historia que les contare, encontramos puesto juntos. En adelante mi vecina se soltó en monologo.

Intentaré ser fiel a las palabras de mi vecina, sin llegar a la literalidad, comprenderán que, algunas expresiones mundanas y del diario, no suenan bien en una creación literaria, por tanto, haré una mezcla entre lo que me contó y mis propias palabras.

Se sabe que el profesor le llevaba unos años de ventaja a Carmen; él tendría unos cuarenta y dos y ella veintidós cuando se casaron. El profesor, bien se sabe, era un solterón empedernido, mujeriego, de vida alegre, incluso licenciosa, en términos de mujeres con proyectos de matrimonio, un resbaloso o liso; pero, un día de fiesta interminable se le apareció Carmen, con su cuerpo sin un gramo de exceso, perfecto, estatura media, cabello color miel que resaltaba su piel blanca, cejas  perfiladas y simétricas, por encima de unos ojos que nadie podría definir el color, entre verdes y amarillos, a los que les saltaban chispas de encanto y coqueteo. Según contó él en algún momento, el día que la vio por primera vez, ella coqueteó con todos menos con él, no lo determinó, no lo miró ni para hacerle mal de ojo[9] . El profesor, claro, estaba habituado a todo lo contrario, ya que, pese a su edad, tener un cuerpo delgado, atlético, incluso podía decirse que musculoso, medir más de uno con ochenta; estatura que gusta a la mayoría de mujeres y estar adornado con una cara por demás atractiva, en suma, un dandi[10] , condición que el profesor administraba de forma exitosa frente a cualquier mujer que le atrajera, en todos los casos obtenía atención casi instantánea. Sin embargo, con Carmen, su fracaso ese día fue rotundo. Carmen salió de la fiesta, antes que él, acompañada de otro de los invitados, un sujeto poco menos que un orangután para el orgullo magullado del profesor. El ego del profesor se propuso desde ese mismo instante, conquistar a Carmen y dejarla a medio camino después de haber conseguido su objetivo. ¡Pero mire cómo son las cosas! El que acabó amaestrado por el amor, fue el profesor. Para no alargarme con los detalles de la conquista, le resumo: el profesor puso todo su armamento a partir de ese día, a disposición de la conquista de Carmen, sin saber que Carmen ya lo había elegido a él como marido y le tendió la trampa infalible en la que cae un hedonista, la indiferencia. Así, entre los tire y afloje, Carmen consiguió casarse con el hombre que ella había elegido; nadie ha podido confirmar, si lo eligió, por su guapura, su chequera o ambas al tiempo. Al profesor, no le quedó duda, que había conseguido la mujer más guapa e inteligente de todas las que había abandonado por el camino, desde sus tempranos diez y seis años. Quedó enamorado como un adolecente. La mujer con su belleza lo trastornó, no sabía dónde ponerla y que gustos no darle más allá de los que ella misma pudiera desear; Carmen se convirtió en el centro de su vida.

Llevaban poco de casados, quizá seis meses, cuando de pronto, Carmen empezó a engordar y, a engordar de verdad, perdía día a día su bella figura, desaparecieron sus caderas entre rollos adiposos y su cara se transformó en una luna llena, no por su brillo sino por su redondez. Estando a tan corto tiempo del matrimonio, el profesor aún conservaba su amor desmedido, por lo que justificaba, en principio, la gordura de su belleza con un posible embarazo. Pero, fueron al ginecólogo, quien después de estas y tales pruebas y contrapruebas, recomendadas para   diagnósticos de preñez, se llegó a la conclusión de que no había tal espera de primogénito. El ginecólogo la remitió al internista, quien de inmediato solicitó estudios de tiroides, pero nada, su tiroides estaba tan perfecta como su cuerpo el día de la boda. El internista le recetó una dietista, la dietista, que por cierto no era ejemplo de delgadez, le formuló una dieta de inanición, pero nada. Se anotaron en el mejor gimnasio del barrio y exigieron para Carmen el mejor entrenador del lugar y nada, Carmen seguía en dirección contraria a la dieta y a las largas horas de ejercicios, casi de intensidad militar. Así pues, el gimnasio no fue la solución, pero sí la oportunidad para conocer a Rocío, una mujer que en poco tiempo y con los mismos ejercicios de Carmen, iba obteniendo unos resultados espectaculares; la mujer, cada día sin falta, bajaba una talla. No pasó inadvertido el resultado de Rocío para Carmen y su dedicado y amoroso marido. Ella buscaba la oportunidad siempre embarazosa de preguntar a qué se debía, aprovechó la intimidad de las duchas posteriores al ejercicio de un día cualquiera. Carmen abordó ese día a Rocío sin rodeos, preguntándole por el secreto de su éxito en el proceso de adelgazamiento. Rocío, en principio reacia, pero a causa de la necedad de Carmen, un tanto avergonzada, entró en confesión. Rocío entonces le relató a Carmen una historia increíble, incluso para el más incauto de los incautos. Le contó que después de miles de intentos fallidos recurrió, por consejo de alguna compañera de trabajo de su esposo, a un método extraño, pero al fin, efectivo. Aquella compañera, gorda también a su debido tiempo y ahora de una esbeltez de exposición, le recomendó la visita a una especie de bruja, lectora de cartas, quiromántica, preparadora de pócimas para el bien y el mal y gran encantadora de los más variados espíritus; quien con sus hechizos, era en realidad, la artífice de su actual delgadura. Al principio le confesó Rocío, que tanto ella como su esposo desecharon el consejo por considerarlo desfachatado, sin embargo, un día, entre ella y su marido, decidieron probar ir a visitar a la hechicera, habida cuenta, que lo peor que podía pasar era perder algo de dinero, que por otro lado ya se habían perdido en otros múltiples tratamientos fracasados hasta esa fecha. Le puso en antecedentes el precio que ella había pagado por adelantado, con la garantía de devolución si a los tres días de embrujo, no notara una bajada de peso considerable; nunca tuvo Rocío que recurrir a exigir la garantía, porque efectivamente ella y también Carmen podían comprobar de primera vista los magníficos resultados del embrujo.

Carmen, sin falta comentó emocionada al profesor, la revelación del secreto de Rocío. Por supuesto el profesor, siendo por muy poco un científico desaprovechado por el mundo, soltó una carcajada que sumió a Carmen en un estado depresivo, casi irreversible. El profesor, tres días después, preocupado más por el estado de ánimo de su hasta el momento amada gorda, consoló a su mujer Carmen, con la noticia de que irían a la bruja, argumentando, lo que argumentó aquel marido desconfiado de Rocío. El diálogo fue casi copiado letra a letra del argumento del esposo de Rocío, por esto no lo repito.

Al sábado siguiente, la pareja sacó el tiempo para visitar a la quiromántica. Provistos y repartidos en varios bolsillos el millón de pesos, que deberían entregarse en efectivo a la encantadora de espíritus, antes de que soltara la primera frase, incluso las del saludo. Debieron usar, en todo caso, para desenvolatar el barrio y la dirección de la bruja, un posicionador geográfico y seguir sin discutir, las irrepetidas instrucciones de un GPS. Obedientes consumieron la hora y media que costaba llegar desde su casa al barrio, que parecía solo habitado por brujas, putas y ladrones de poca monta.

La hechicera los recibió con la mano estirada, en la que de inmediato depositaron el millón de pesos de la consulta, que fueron entregados por la bruja a su secretario, alto y negro como un tizón apagado. De inmediato, la bruja soltó la primera frase, que fue: ya sé a qué vienen. La bruja, claro, por el tamaño de ancho de Carmen y la paga recibida, supo de inmediato por qué motivo la consultarían. Enseguida, sin mediar palabra, los invito a sentarse a una mesa redonda, negra y cubierta por un mantel de calaveras, tejidas en hilos rojos. Les preguntó, cómo habían llegado hasta ella y, una vez satisfecha con la explicación, les indicó en palabras simples cómo funcionaba el tratamiento. Les pidió los cubiertos que usó Carmen para comer la última vez, artículos que ya llevaban por instrucción de Rocío. La mujer les dijo que no todos los tratamientos eran iguales, pues dependían de los cálculos que debía hacer sobre la persona que requería el embrujo. Enseguida, la bruja tomó los cubiertos, los introdujo en un frasco lleno de un líquido amarillento, miró las figuras que quedaron en el menjurje, resultado de la remoción del líquido al introducir los cubiertos de forma sorpresiva; leyó mentalmente los jeroglíficos con la concentración propia de un científico, durante dos o tres minutos; enseguida, advirtió que el tratamiento de Carmen, por ser su gordura causa de un maleficio pagado por una de las que ambicionaban casarse con el profesor, tendría un efecto secundario, que por supuesto desaparecería, cuando terminara el tratamiento. Carmen comerá desmesuradamente, sentenció la hechicera, pero cuanto más coma, mayor será el efecto del tratamiento y su apetito iría aumentando conforme más adelgazara, hasta el día que Carmen misma decidiera su peso ideal; entonces, debía volver a abonar otra cantidad de dinero que sufragaría el que ella le devolviera los cubiertos, con lo que daría por terminado el tratamiento. También les aseguró que a partir de aquel día volvería el apetito normal, con el que nunca más engordaría ni un gramo por el resto de su larga vida; pronostico que no cobró por aparte. Más felices que el día de la boda, salieron los amantísimos esposos rumbo a casa, con el propósito de seguir las instrucciones sencillas de la quiromántica y con la voluntad puesta en soportar, con cierto desdén, los efectos secundarios del tratamiento.  Aquí mi vecina hizo un inciso, todo esto lo sé y ahora se lo tengo que contar de labios del profesor, antes de jamás volver a verlo, lo mismo que a Carmen, ¿o no? A Carmen dejé de verla un tiempo antes, un mes antes tal vez.

Hasta ahí, a mí, la historia no me parecía extraordinaria, ya que los resultados en Rocío, bien pudieron deberse a muchos factores que coincidieron con los supuestos tejemanejes de la hechicera. Recordé, por ejemplo, que Rocío seguía asistiendo al gimnasio y así se lo hice notar a mi vecina. Deje que termine toda la historia y después me dirá usted si le interesa o no, para que escriba un cuento, de verdad me interpeló mi vecina, con una mueca de contrariedad. Más para no contrariarla, que por un verdadero interés, le dije, ¡siga, siga vecina! Disculpe la desconfianza.

El tratamiento, como aseguró la quiromántica, empezó a mostrar su eficacia al siguiente día del embrujo; Carmen bajaba de peso  en la misma proporción que su apetito aumentaba; los primeros días, la felicidad se hizo dueña de la pareja; la cintura de Carmen empezaba a retornar a su forma original, se vislumbraban cada día más las espectaculares caderas, su cara, iba perdiendo la redondez de luna para convertirse en el óvulo perfecto de un mango poco maduro; los párpados se deshincharon dejando a la vista ese color indefinido y chispeante de sus ojos. La satisfacción, en principio, no se vió menoscabada por los gastos que ocasiona el voraz, incansable e insatisfacible apetito de Carmen. Destapando también, un imprevisto efecto secundario del tratamiento, fue el triste descubrimiento de que los recursos del profesor no eran tantos como parecían en su vida de soltero, pues pasados dos meses, el mercado, que antes duraba una semana, ahora no aguantaba más que para día y medio, y así, al cabo de tres meses del adelgazador embrujo, las tarjetas de crédito no daban para más, los préstamos ya no se conseguían, y los amigos daban el esquinazo al profesor para salvarse de las solicitudes de préstamos a corto plazo. La situación se iba saliendo de órbita, cuando por fortuna al cuarto mes, Carmen, declaró, causando el mismo efecto de sentencia absolutoria, que había llegado a su peso ideal; efectivamente, estaba convertida de nuevo, en una belleza impecablemente arquitectónica, ni un solo gramo de exceso como en el día de la boda. Ella volvió a lucir, como la vio por última vez su amantísimo marido, que hacía ya casi un año. La felicidad, el amor y la lujuria volvieron a los estándares de la luna de miel. Los ímpetus del amor de nuevo se escuchaban a tres cuadras a la redonda y con más firmeza después de las nueve de cada noche; daba envidia.

Al día siguiente de una noche de celebración que se extendió hasta casi el canto del gallo, los reenamorados esposos, decidieron ir a la consulta de la hechicera, una vez recogida la suma que aquella había sentenciado, sería el segundo y último pago, otra vez, un millón de pesos.

La pareja fue esta vez en transporte urbano y un taxi al final del tramo, en el barrio aquel donde se entraba vivo y no se sabía si se salía en las mismas condiciones o al menos, con el dinero y pertenecías con el que se había ingresado. En esta ocasión, por efectos de la eficiencia ya reconocida del servicio público del transporte, tardaron en llegar hasta la puerta de la bruja, exactamente tres horas y diez minutos. Vale decir que el auto del profesor, había sido puesto en prenda para pagar las facturas de los últimos mercados y la suma del pago final de los servicios de brujería, el millón del que le hablé.

Tocaron a la puerta de la bruja entusiasmados y después desesperados sin ninguna respuesta; timbraron al menos diez veces y nada. Decidieron esperar por si hubiese salido de compras, justo en el momento que la vecina de al lado les preguntó, a quién buscaban; aliviados de saber alguna información, preguntaron por la señora que leía las cartas y ella sin dudarlo les respondió que aquella señora ya no vivía allí, al menos desde hacía más un mes. La pareja preguntó si se sabía dónde vivía ahora y la vecina, sin titubeos dijo que no se sabía nada. Simplemente un día no se la volvió a ver, ni a ella ni a sus clientes y que ahora la vivienda, la ocupaba un cura borracho que llegaba siempre tarde de la noche, fue la última noticia que dio antes de desaparecer dentro su portal.

La pareja de enamorados, desolados y sin saber qué camino tomar, volvieron a casa. El resto del día fue tormentoso y para Carmen con más apetito que nunca, tanto, que debieron descompletar el millón de pesos del pago a la hechicera, para pagar un servicio a domicilio, llamaron por lo menos diez veces, para que les llevará pollo y papas fritas. La noche fue para los dos, cosa de insomnios y pesadillas. La esperanza volvió a las nueve y treinta del día siguiente, cuando después de varias llamadas a Roció y ésta a la compañera de trabajo del esposo, obtuvieron aliviados la nueva dirección de la quiromántica. De inmediato, salieron en busca de esa dirección, en un pueblo distante que quedaba a cinco horas y tres cuartos desde la capital donde vivían. Llegaron rucios del polvo de la carretera sin pavimento y sin sacudirse siquiera casi corrieron a la dirección indicada, que efectivamente encontraron al cabo de cinco minutos de caminata, por la única calle del poblado. A poco menos de cien metros del lugar, ya pudieron contemplar la romería de clientes en la entrada de la casa. Su alivio fue salvador. Al llegar, saludaron sin entusiasmo a las quince o veinte personas que esperaban ser atendidos por la bruja. Preguntaron dónde iba la cola, la persona interrogada, preguntó, ¿qué cola? Entonces Carmen dijo, el turno para hablar con la señora de la casa, pero de inmediato la interlocutora les sacó de la ignorancia con cara grave, respondiendo que ellos no esperaban atención, sino que eran los dolientes de Esmeralda, quien había fallecido la noche anterior, al parecer, intoxicada por respirar no sé qué humo de una hornilla misteriosa. Carmen lloró con desesperación, el profesor temblaba pálido como el mármol, mientras el resto de dolientes les daba el pésame equivocados al pensar que Carmen fuera familia muy cercana de Esmeralda. Entraron a la casa, con disimulo lloroso recorrieron todas las habitaciones de la casa en busca de la vasija de los cubiertos, pero nada, las pertenencias no estaban por ningún lado y ahora solo estaban las sillas de los dolientes que asistían al velatorio; según se les contó, el cura que dio la extremaunción a Esmeralda, había puesto la condición de quemar todas sus pertenencias antes de dar a esta, el último sacramento.  El llanto de Carmen se hizo escandaloso y los temblores del profesor, mientras intentaba consolar a Carmen, eran casi epilépticos.

Volvieron a casa en medio de la desesperación. El apetito de Carmen siguió en aumento, en cambio su delgadez, se tornó desagradable día a día; andaba como un esqueleto forrado de una piel acartonada y amarillenta. El presupuesto del profesor llegó a su fin y sin solución abandonó a Carmen a su suerte, ya agotado. Las provisiones de las casas vecinas, empezaron a desaparecer, Carmen estaba tan flaca que cabía por las rendijas más minúsculas, por donde penetraba para asaltar las alacenas de todos; se llamó a la policía que no dio con los cacos de la comida. Los vecinos, optaron por poner rejas y vallas a la ventanas y puertas. Eso solucionó el problema en los apartamentos del edificio, pero empezaron los problemas en el barrio. Carmen ha llegado a tal flacura que es fácil confundirla con una hilacha arrastrada por el viento y ahora van desapareciendo los mercados de las casas de los alrededores.

Después de contarme la desaparición de Carmen, por exceso de flacura, mi vecina, no sin antes exhortar a armar un cuento o novela con el tema, se marchó por su cuenta. Yo la despedí nomas al bajar del autobús que habíamos compartido, dándole una leve esperanza de escribir algo sobre la anécdota, sobre todo para sacármela de encima.

La historia pudo parecerme insulsa y poco digna de convertirla en cuento, sin embargo, decidí contársela a ustedes, después de que me llevé una gran sorpresa cuando volví a casa al mediodía y me dispuse a preparar mi almuerzo; la compra que hice ayer en la tarde, que de corriente me dura una semana, había desaparecido por completo y como por encanto.

 

Carlo Malosso