Mi vecina, la más
comunicadora, por no decir la más chismosa, es imposible de evitar; anda por
todas partes y te la encuentras en horas inesperadas, en lugares imprevistos.
Mientras uno intenta estar siempre en la ocasión y lugar contrario, para no
cruzártela, ella siempre está en el momento y lugar adecuado para atravesarse
en el camino del resto de vecinos;
Abrí mi maletín,
donde siempre llevo dos o tres copias en previsión de encontrar por estos
caminos de Dios, a algún conocido o amigo, para atosigarle con mi libro, hasta
que me lo compra. La mujer relajó su cara templada y con una sonrisa, que casi
le daba la vuelta a la cara, me arrancó de la mano el libro, lo guardó en un bolsillo
gigantesco de un delantal que le acompaña mañana, tarde y noche. Me lo voy a
leer inmediatamente, ¿Basó alguna de sus historias en los personajes que nos
rodean? Me preguntó con una sonrisa que
buscaba complicidad. No, no, le respondí de inmediato, son puros cuentos, son
invenciones. Se dio la vuelta con la intención de marcharse, reiterando: ahora
mismo lo empiezo. Al ver que no preguntó por el precio, que supuse ya lo sabía,
la detuve con mi discreto cobro: vecinita, son solo cuarenta mil pesitos. Ay si
claro, dijo de inmediato, pero como yo tampoco tenía previsto que me tuviera mi
copia, no saqué plata, pero mañana a primera hora cuando salga, a las 8:15 a su
trabajo, le tengo su plática y mi opinión sobre su libro, porque veo que no
tiene muchas páginas, dijo mirando el bolsillo con el libro dentro, haciendo un
ademán que me pareció burlón. No tuve más que responderle que: claro que sí
vecina, con mucho gusto, cuando pueda, cuando le quede fácil; mañana mismo, me
respondió muy digna.
A las 8:15 de la
mañana siguiente, cuando salía a mis quehaceres habituales, mi vecina
puntualmente me esperaba en la puerta del edificio; estaba
Ustedes se
preguntarán o se dirán, por qué nos cuenta semejante tontería. Bueno, pues les
cuento esto como antecedente de la historia que voy a decirles y que, con
seguridad, no se la creerán, como yo en un principio, por ser salida de toda
posibilidad terrícola. Ya verán...
Enseguida de
guardarme mis cuarenta mil pesos y agradecer a la vecina que me sonreía con
verdadera complacencia, intenté despedirme, pero no fue posible. Venga, me dijo
dando un paso adelante, que yo también voy para el centro y sé que la buseta
que toma también me sirve a mí, ¡camine, camine!, me insistió confianzuda,
dándome un apretón en el brazo. No tuve más que aceptar su chismosa compañía.
Verá, me dijo,
mientras caminábamos a la parada del transporte público, se habrá dado cuenta
que a Carmen y a su marido, el profesor, los del 304, no se les ha vuelto a
ver. Sí, efectivamente, dije sin interés, pensé que se habían separado o que
ella estaría hospitalizada, porque la última vez que la vi estaba muy delgada,
llegue a pensar incluso que sufría de cáncer, agregué, porque ya entrado en
gastos, decidí seguir la conversación. Pues le voy a contar lo que sucedió,
según he podido averiguar y se lo voy a contar a usted, porque creo que le
puede servir para que arme un cuento; aquí, me hizo recordar el prefacio de la
última obra que leí de Mario Vargas Llosa, “
¿Qué ha pasado con
ellos en realidad? le pregunté, dejando bien claro con mi expresión, un gran
interés en el asunto, ¿se separaron? No es tan sencillo, respondió ella, si le
digo que sí, así simplemente, no tendría nada de curioso, por eso debo empezar
desde el principio. Desde aquel punto no volví a interrumpirla.
Intentaré ser fiel
a las palabras de mi vecina, sin llegar a la literalidad, comprenderán que,
algunas expresiones mundanas y del diario, no suenan bien en una creación
literaria, por tanto, haré una mezcla entre lo que me contó y mis propias
palabras.
Se sabe que el
profesor le llevaba unos años de ventaja a Carmen; él tendría unos cuarenta y
dos y ella veintidós cuando se casaron. El profesor, bien se sabe, era un
solterón empedernido, mujeriego, de vida alegre, incluso licenciosa, en términos
de mujeres con proyectos de matrimonio, un resbaloso o liso; pero, un día de
fiesta interminable se le apareció Carmen, con su cuerpo sin un gramo de
exceso, perfecto, estatura media, cabello color miel que resaltaba su piel
blanca, cejas perfiladas y simétricas,
por encima de unos ojos que nadie podría definir el color, entre verdes y
amarillos, a los que les saltaban chispas de encanto y coqueteo. Según contó él
en algún momento, el día que la vio por primera vez, ella coqueteó con todos
menos con él, no lo determinó, no lo miró ni para hacerle
Llevaban poco de
casados, quizá seis meses, cuando de pronto, Carmen empezó a engordar y, a
engordar de verdad, perdía día a día su bella figura, desaparecieron sus
caderas entre rollos adiposos y su cara se transformó en una luna llena, no por
su brillo sino por su redondez. Estando a tan corto tiempo del matrimonio, el
profesor aún conservaba su amor desmedido, por lo que justificaba, en
principio, la gordura de su belleza con un posible embarazo. Pero, fueron al
ginecólogo, quien después de estas y tales pruebas y contrapruebas, recomendadas
para diagnósticos de preñez, se llegó a
la conclusión de que no había tal espera de primogénito. El ginecólogo la
remitió al internista, quien de inmediato solicitó estudios de tiroides, pero
nada, su tiroides estaba tan perfecta como su cuerpo el día de la boda. El
internista le recetó una dietista, la dietista, que por cierto no era ejemplo
de delgadez, le formuló una dieta de inanición, pero nada. Se anotaron en el
mejor gimnasio del barrio y exigieron para Carmen el mejor entrenador del lugar
y nada, Carmen seguía en dirección contraria a la dieta y a las largas horas de
ejercicios, casi de intensidad militar. Así pues, el gimnasio no fue la
solución, pero sí la oportunidad para conocer a Rocío, una mujer que en poco
tiempo y con los mismos ejercicios de Carmen, iba obteniendo unos resultados
espectaculares; la mujer, cada día sin falta, bajaba una talla. No pasó
inadvertido el resultado de Rocío para Carmen y su dedicado y amoroso marido.
Ella buscaba la oportunidad siempre embarazosa de preguntar a qué se debía,
aprovechó la intimidad de las duchas posteriores al ejercicio de un día
cualquiera. Carmen abordó ese día a Rocío sin rodeos, preguntándole por el
secreto de su éxito en el proceso de adelgazamiento. Rocío, en principio
reacia, pero a causa de la necedad de Carmen, un tanto avergonzada, entró en
confesión. Rocío entonces le relató a Carmen una historia increíble, incluso
para el más incauto de los incautos. Le contó que después de miles de intentos
fallidos recurrió, por consejo de alguna compañera de trabajo de su esposo, a
un método extraño, pero al fin, efectivo. Aquella compañera, gorda también a su
debido tiempo y ahora de una esbeltez de exposición, le recomendó la visita a
una especie de bruja, lectora de cartas, quiromántica, preparadora de pócimas
para el bien y el mal y gran encantadora de los más variados espíritus; quien
con sus hechizos, era en realidad, la artífice de su actual delgadura. Al
principio le confesó Rocío, que tanto ella como su esposo desecharon el consejo
por considerarlo desfachatado, sin embargo, un día, entre ella y su marido,
decidieron probar ir a visitar a la hechicera, habida cuenta, que lo peor que
podía pasar era perder algo de dinero, que por otro lado ya se habían perdido
en otros múltiples tratamientos fracasados hasta esa fecha. Le puso en
antecedentes el precio que ella había pagado por adelantado, con la garantía de
devolución si a los tres días de embrujo, no notara una bajada de peso
considerable; nunca tuvo Rocío que recurrir a exigir la garantía, porque
efectivamente ella y también Carmen podían comprobar de primera vista los
magníficos resultados del embrujo.
Carmen, sin falta
comentó emocionada al profesor, la revelación del secreto de Rocío. Por
supuesto el profesor, siendo por muy poco un científico desaprovechado por el
mundo, soltó una carcajada que sumió a Carmen en un estado depresivo, casi
irreversible. El profesor, tres días después, preocupado más por el estado de
ánimo de su hasta el momento amada gorda, consoló a su mujer Carmen, con la noticia
de que irían a la bruja, argumentando,
Al sábado
siguiente, la pareja sacó el tiempo para visitar a la quiromántica. Provistos y
repartidos en varios bolsillos el millón de pesos, que deberían entregarse en
efectivo a la encantadora de espíritus, antes de que soltara la primera frase,
incluso las del saludo. Debieron usar, en todo caso, para desenvolatar el
barrio y la dirección de la bruja, un posicionador geográfico y seguir sin
discutir, las irrepetidas instrucciones de un GPS. Obedientes consumieron la
hora y media que costaba llegar desde su casa al barrio, que parecía solo
habitado por brujas, putas y ladrones de poca monta.
La hechicera los
recibió con la mano estirada, en la que de inmediato depositaron el millón de
pesos de la consulta, que fueron entregados por la bruja a su secretario, alto
y negro como un tizón apagado. De inmediato, la bruja soltó la primera frase,
que fue: ya sé a qué vienen. La bruja, claro, por el tamaño de ancho de Carmen
y la paga recibida, supo de inmediato por qué motivo la consultarían.
Enseguida, sin mediar palabra, los invito a sentarse a una mesa redonda, negra
y cubierta por un mantel de calaveras, tejidas en hilos rojos. Les preguntó,
cómo habían llegado hasta ella y, una vez satisfecha con la explicación, les
indicó en palabras simples cómo funcionaba el tratamiento. Les pidió los
cubiertos que usó Carmen para comer la última vez, artículos que ya llevaban
por instrucción de Rocío. La mujer les dijo que no todos los tratamientos eran
iguales, pues dependían de los cálculos que debía hacer sobre la persona que
requería el embrujo. Enseguida, la bruja tomó los cubiertos, los introdujo en
un frasco lleno de un líquido amarillento, miró las figuras que quedaron en el
menjurje, resultado de la remoción del líquido al introducir los cubiertos de
forma sorpresiva; leyó mentalmente los jeroglíficos con la concentración propia
de un científico, durante dos o tres minutos; enseguida, advirtió que el
tratamiento de Carmen, por ser su gordura causa de un maleficio pagado por una
de las que ambicionaban casarse con el profesor, tendría un efecto secundario,
que por supuesto desaparecería, cuando terminara el tratamiento. Carmen comerá
desmesuradamente, sentenció la hechicera, pero cuanto más coma, mayor será el
efecto del tratamiento y su apetito iría aumentando conforme más adelgazara,
hasta el día que Carmen misma decidiera su peso ideal; entonces, debía volver a
abonar otra cantidad de dinero que sufragaría el que ella le devolviera los
cubiertos, con lo que daría por terminado el tratamiento. También les aseguró
que a partir de aquel día volvería el apetito normal, con el que nunca más
engordaría ni un gramo por el resto de su larga vida; pronostico que no cobró
por aparte. Más felices que el día de la boda, salieron los amantísimos esposos
rumbo a casa, con el propósito de seguir las instrucciones sencillas de la quiromántica
y con la voluntad puesta en soportar, con cierto desdén, los efectos
secundarios del tratamiento. Aquí mi
vecina hizo un inciso, todo esto lo sé y ahora se lo tengo que contar de labios
del profesor, antes de jamás volver a verlo, lo mismo que a Carmen, ¿o no? A
Carmen dejé de verla un tiempo antes, un mes antes tal vez.
Hasta ahí, a mí, la
historia no me parecía extraordinaria, ya que los resultados en Rocío, bien
pudieron deberse a muchos factores que coincidieron con los supuestos
tejemanejes de la hechicera. Recordé, por ejemplo, que Rocío seguía asistiendo
al gimnasio y así se lo hice notar a mi vecina. Deje que termine toda la
historia y después me dirá usted si le interesa o no, para que escriba un
cuento, de verdad me interpeló mi vecina, con una mueca de contrariedad. Más
para no contrariarla, que por un verdadero interés, le dije, ¡siga, siga
vecina! Disculpe la desconfianza.
El tratamiento,
como aseguró la quiromántica, empezó a mostrar su eficacia al siguiente día del
embrujo; Carmen bajaba de peso en la
misma proporción que su apetito aumentaba; los primeros días, la felicidad se
hizo dueña de la pareja; la cintura de Carmen empezaba a retornar a su forma
original, se vislumbraban cada día más las espectaculares caderas, su cara, iba
perdiendo la redondez de luna para convertirse en el óvulo perfecto de un mango
poco maduro; los párpados se deshincharon dejando a la vista ese color
indefinido y chispeante de sus ojos. La satisfacción, en principio, no se vió
menoscabada por los gastos que ocasiona el voraz, incansable e insatisfacible
apetito de Carmen. Destapando también, un imprevisto efecto secundario del
tratamiento, fue el triste descubrimiento de que los recursos del profesor no
eran tantos como parecían en su vida de soltero, pues pasados dos meses, el
mercado, que antes duraba una semana, ahora no aguantaba más que para día y
medio, y así, al cabo de tres meses del adelgazador embrujo, las tarjetas de
crédito no daban para más, los préstamos ya no se conseguían, y los amigos
daban el esquinazo al profesor para salvarse de las solicitudes de préstamos a
corto plazo. La situación se iba saliendo de órbita, cuando por fortuna al
cuarto mes, Carmen, declaró, causando el mismo efecto de sentencia absolutoria,
que había llegado a su peso ideal; efectivamente, estaba convertida de nuevo,
en una belleza impecablemente arquitectónica, ni un solo gramo de exceso como
en el día de la boda. Ella volvió a lucir, como la vio por última vez su
amantísimo marido, que hacía ya casi un año. La felicidad, el amor y la lujuria
volvieron a los estándares de la luna de miel. Los ímpetus del amor de nuevo se
escuchaban a tres cuadras a la redonda y con más firmeza después de las nueve
de cada noche; daba envidia.
Al día siguiente de
una noche de celebración que se extendió hasta casi el canto del gallo, los
reenamorados esposos, decidieron ir a la consulta de la hechicera, una vez
recogida la suma que aquella había sentenciado, sería el segundo y último pago,
otra vez, un millón de pesos.
La pareja fue esta
vez en transporte urbano y un taxi al final del tramo, en el barrio aquel donde
se entraba vivo y no se sabía si se salía en las mismas condiciones o al menos,
con el dinero y pertenecías con el que se había ingresado. En esta ocasión, por
efectos de la eficiencia ya reconocida del servicio público del transporte,
tardaron en llegar hasta la puerta de la bruja, exactamente tres horas y diez minutos.
Vale decir que el auto del profesor, había sido puesto en prenda para pagar las
facturas de los últimos mercados y la suma del pago final de los servicios de
brujería, el millón del que le hablé.
Tocaron a la puerta
de la bruja entusiasmados y después desesperados sin ninguna respuesta;
timbraron al menos diez veces y nada. Decidieron esperar por si hubiese salido
de compras, justo en el momento que la vecina de al lado les preguntó, a quién
buscaban; aliviados de saber alguna información, preguntaron por la señora que
leía las cartas y ella sin dudarlo les respondió que aquella señora ya no vivía
allí, al menos desde hacía más un mes. La pareja preguntó si se sabía dónde
vivía ahora y la vecina, sin titubeos dijo que no se sabía nada. Simplemente un
día no se la volvió a ver, ni a ella ni a sus clientes y que ahora la vivienda,
la ocupaba un cura borracho que llegaba siempre tarde de la noche, fue la
última noticia que dio antes de desaparecer dentro su portal.
La pareja de
enamorados, desolados y sin saber qué camino tomar, volvieron a casa. El resto
del día fue tormentoso y para Carmen con más apetito que nunca, tanto, que
debieron descompletar el millón de pesos del pago a la hechicera, para pagar un
servicio a domicilio, llamaron por lo menos diez veces, para que les llevará
pollo y papas fritas. La noche fue para los dos, cosa de insomnios y
pesadillas. La esperanza volvió a las nueve y treinta del día siguiente, cuando
después de varias llamadas a Roció y ésta a la compañera de trabajo del esposo,
obtuvieron aliviados la nueva dirección de la quiromántica. De inmediato,
salieron en busca de esa dirección, en un pueblo distante que quedaba a cinco
horas y tres cuartos desde la capital donde vivían. Llegaron rucios del polvo
de la carretera sin pavimento y sin sacudirse siquiera casi corrieron a la
dirección indicada, que efectivamente encontraron al cabo de cinco minutos de
caminata, por la única calle del poblado. A poco menos de cien metros del
lugar, ya pudieron contemplar la romería de clientes en la entrada de la casa.
Su alivio fue salvador. Al llegar, saludaron sin entusiasmo a las quince o
veinte personas que esperaban ser atendidos por la bruja. Preguntaron dónde iba
la cola, la persona interrogada, preguntó, ¿qué cola? Entonces Carmen dijo, el
turno para hablar con la señora de la casa, pero de inmediato la interlocutora
les sacó de la ignorancia con cara grave, respondiendo que ellos no esperaban
atención, sino que eran los dolientes de Esmeralda, quien había fallecido la
noche anterior, al parecer, intoxicada por respirar no sé qué humo de una
hornilla misteriosa. Carmen lloró con desesperación, el profesor temblaba
pálido como el mármol, mientras el resto de dolientes les daba el pésame
equivocados al pensar que Carmen fuera familia muy cercana de Esmeralda.
Entraron a la casa, con disimulo lloroso recorrieron todas las habitaciones de
la casa en busca de la vasija de los cubiertos, pero nada, las pertenencias no
estaban por ningún lado y ahora solo estaban las sillas de los dolientes que asistían
al velatorio; según se les contó, el cura que dio la extremaunción a Esmeralda,
había puesto la condición de quemar todas sus pertenencias antes de dar a esta,
el último sacramento. El llanto de
Carmen se hizo escandaloso y los temblores del profesor, mientras intentaba
consolar a Carmen, eran casi epilépticos.
Volvieron a casa en
medio de la desesperación. El apetito de Carmen siguió en aumento, en cambio su
delgadez, se tornó desagradable día a día; andaba como un esqueleto forrado de
una piel acartonada y amarillenta. El presupuesto del profesor llegó a su fin y
sin solución abandonó a Carmen a su suerte, ya agotado. Las provisiones de las
casas vecinas, empezaron a desaparecer, Carmen estaba tan flaca que cabía por
las rendijas más minúsculas, por donde penetraba para asaltar las alacenas de
todos; se llamó a la policía que no dio con los cacos de la comida. Los
vecinos, optaron por poner rejas y vallas a la ventanas y puertas. Eso
solucionó el problema en los apartamentos del edificio, pero empezaron los
problemas en el barrio. Carmen ha llegado a tal flacura que es fácil
confundirla con una hilacha arrastrada por el viento y ahora van desapareciendo
los mercados de las casas de los alrededores.
Después de contarme
la desaparición de Carmen, por exceso de flacura, mi vecina, no sin antes
exhortar a armar un cuento o novela con el tema, se marchó por su cuenta. Yo la
despedí nomas al bajar del autobús que habíamos compartido, dándole una leve
esperanza de escribir algo sobre la anécdota, sobre todo para sacármela de
encima.
La historia pudo
parecerme insulsa y poco digna de convertirla en cuento, sin embargo, decidí
contársela a ustedes, después de que me llevé una gran sorpresa cuando volví a
casa al mediodía y me dispuse a preparar mi almuerzo; la compra que hice ayer
en la tarde, que de corriente me dura una semana, había desaparecido por
completo y como por encanto.
Carlo Malosso
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