miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL REGALO



Mi padre en aquella época era un manojo de nervios y estrés; le hacía juego  a estas circunstancias un permanente mal humor.

A eso de las once de esa noche de veinticuatro de diciembre de aquel año, que ya no recuerdo cual, o no quiero recordar, nos repartió, a mis ocho hermanos y a mí, la única pólvora que nos permitía, estrellitas, una barras que se encendían y se iban consumiendo como mecha retardada, mientras efectivamente desprendía una ráfagas de estrellitas de todos los colores imaginables para nuestras mentes infantiles.

Pero eso sí, nos advirtió, sacándonos a la calle, háganse una media calle más abajo, no sea que me quemen la casa; yo no entendí, porque las estrellitas esas de mierdas no quemaban ni los dedos; en cambio con envidia miraba que otros niños quemaba una variedad de pólvora de infinitas luces y explosiones, pero bueno, ahora reconozco que al menos, en eso, mi padre tenía razón. Bien mandados no trasladamos media calle más abajo, al ante-jardín de otra casa, donde otros niños, con otras pólvoras más alborotosas y animadas celebraban la navidad y esperaba ansiosos los regalos que nos traería el niño Dios.

Una vez quemada las  estrellitas, no más de tres por niño, mi madre con los ojos rojos por el llanto a causa de alguna discusión con papá, nos ordenó que entrarnos a casa, con el cuento de la cena de navidad; nosotros unos más obedientes que otros y alguno protestando, porque quería disfrutar  ver por más tiempo la quema de aquella pólvoras maravillosas de otros niños, entramos a regañadientes a casa con el firme propósito de tomar la cena de navidad, asunto que nos traía sin el más mínimo interés, creo que a todos.

Entramos por el pasillo de acceso a la casa después del cual estaba el comedor, pero de forma desacostumbrada y extraña, se encontraba en penumbras, me pareció extraño, sin embargo inmediatamente nos llamó la atención el árbol de navidad instalado  en sala solo iluminada por el titilar de las luces de colores entretejidas en el seto de arrayán  que mi padre prefería como árbol de navidad, y junto éste en el suelo, los coloridos empaques de las cajas de regalos que el Niño Dios no había traído de navidad.

Todos corrimos hacia el árbol, con la intensión de buscar cada uno nuestros regalos, pero la voz de trueno de mi padre, corto toda emoción por algunos segundo; Un momento dijo, iremos a abriendo los regalos por orden de estatura; nosotros quedamos como estatuas con la alegría paralizada y pendiente de nuestro turno; todo el ceremonial empezó y así mismo las emociones; mis hermanas mayores recibieron sus cajas, las abrieron, y si no recuerdo mal, cosa que tampoco importa mucho, fueron regaladas con dos muñecas; después de ella fui llamado para recibir mi regalo, que emoción, rompí el papel regalo con desesperación, abrí la caja y que felicidad, un carro de policía, de pilas, metálico, modelo campero, de colores blanco y negro, luz en el techo, sirena en el guardabarros y dos policías con sus metálica personalidades aposentados en sus respectivos asientos.

Sin esperar ninguna otra instrucción o sin escucharla si la dieron, lo puse en marcha y arranco como alma que llevaba  el diablo por todo el salón, y yo detrás como un idiota; el aparato chocaba contra todo, patas de asientos, pies de madre, padre e hijos, daba reversa y arrancaba de nuevo en su loca  carrera; mi padre pego un grito; para eso carajo, que estas interrumpiendo la entrega de regalos; me tire en plancha y sorprendí a puto carro dando reversa, lo apague y hasta allí llego la felicidad de la noche.

El siguiente hermano, Pésimo, fue  llamado al patíbulo, recibió su caja y con igual o más emoción que la mía, supongo porque esperaba un regalo similar al mío, rompió la caja sin siquiera deshacerse del papel, antes; quedo paralizado y su sonrisa se transformó en una mueca, saco su regalo, y pregunto y esto qué? Mi padre con cara de que te pasa, cogió el puto cocodrilo metálico, le dio encendido y lo puso en el suelo; la bestia empezó a caminar a paso lento, se detenía un momento, movía la cabeza para un lado y otro, luego seguía su parsimonioso desplazamiento.

Creo que todos y en  especial yo, pensé, que mierda de regalo; mi hermano soltó en llanto, yo no quiero ningún cocodrilo, yo quiero el carro de policía del Carlo; me quede frío, mierda me van a quitar mi carro y se lo van a dar a este pendejo para que deje de llorar y patalear, no sabía qué hacer; al fin abrace mi carro con fuerza y desaparecí del panorama, me refugie debajo de las cobijas con carro y todo, esperando que mis padres no me llamaran para intercambiar el regalo por el estúpido cocodrilo; la repartición de regalos y la felicidad de los demás quedo opacada por la gritería de mi hermano Pésimo.

Yo temblaba dentro de mi cama pensando que mi padre vendría hasta mi cama y con  un grito me arrebataría mi carro, me tiraría el puto cocodrilo y le daría mi regalo a Pésimo; no dormí,  por la preocupación de perder mi regalo y la lloriqueadeara del frustrado amaestrador de cocodrilos.


Al día siguiente mi madre muy a las ocho de la mañana y no antes porque no habrían las tiendas de regalos sino hasta esa hora, salió a recorrer todas la jugueterías del pueblo que no pasaban de tres, y nada, no encontró nada que se  pareciera a mi flamante carro de policía, a duras penas si consiguió un camión de plástico, más feo que el cocodrilo y al que tenía que amarrarle una cuerda y tirar de ella para que andará.

Pésimo no paró de llorar durante tres días, el muy descarado pidiendo que me quitaran mi regalo y se lo dieran a él; que sufrimiento tan verraco el mío, que infelicidad de navidad, para mí, para Pésimo y el resto mis hermanos que perdieron la emoción de abrir sus regalos.


Creo que Pésimo, aún no ha perdonado la afrenta y sigue con la misma envidia.

Carlo Malosso

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