Mi padre en aquella época era un manojo de nervios y estrés; le
hacía juego a estas circunstancias un permanente mal humor.
A eso de las once de esa noche de veinticuatro de diciembre de
aquel año, que ya no recuerdo cual, o no quiero recordar, nos repartió, a mis
ocho hermanos y a mí, la única pólvora que nos permitía, estrellitas, una
barras que se encendían y se iban consumiendo como mecha retardada, mientras
efectivamente desprendía una ráfagas de estrellitas de todos los colores
imaginables para nuestras mentes infantiles.
Pero eso sí, nos advirtió, sacándonos a la calle, háganse una
media calle más abajo, no sea que me quemen la casa; yo no entendí, porque las
estrellitas esas de mierdas no quemaban ni los dedos; en cambio con envidia
miraba que otros niños quemaba una variedad de pólvora de infinitas luces y
explosiones, pero bueno, ahora reconozco que al menos, en eso, mi padre tenía
razón. Bien mandados no trasladamos media calle más abajo, al ante-jardín de
otra casa, donde otros niños, con otras pólvoras más alborotosas y animadas
celebraban la navidad y esperaba ansiosos los regalos que nos traería el niño
Dios.
Una vez quemada las estrellitas, no más de tres por niño, mi
madre con los ojos rojos por el llanto a causa de alguna discusión con papá,
nos ordenó que entrarnos a casa, con el cuento de la cena de navidad; nosotros
unos más obedientes que otros y alguno protestando, porque quería disfrutar
ver por más tiempo la quema de aquella pólvoras maravillosas de otros
niños, entramos a regañadientes a casa con el firme propósito de tomar la cena
de navidad, asunto que nos traía sin el más mínimo interés, creo que a todos.
Entramos por el pasillo de acceso a la casa después del cual
estaba el comedor, pero de forma desacostumbrada y extraña, se encontraba en
penumbras, me pareció extraño, sin embargo inmediatamente nos llamó la atención
el árbol de navidad instalado en sala solo iluminada por el titilar de
las luces de colores entretejidas en el seto de arrayán que mi padre
prefería como árbol de navidad, y junto éste en el suelo, los coloridos
empaques de las cajas de regalos que el Niño Dios no había traído de navidad.
Todos corrimos hacia el árbol, con la intensión de buscar cada uno
nuestros regalos, pero la voz de trueno de mi padre, corto toda emoción por
algunos segundo; Un momento dijo, iremos a abriendo los regalos por orden de
estatura; nosotros quedamos como estatuas con la alegría paralizada y pendiente
de nuestro turno; todo el ceremonial empezó y así mismo las emociones; mis
hermanas mayores recibieron sus cajas, las abrieron, y si no recuerdo mal, cosa
que tampoco importa mucho, fueron regaladas con dos muñecas; después de ella
fui llamado para recibir mi regalo, que emoción, rompí el papel regalo con
desesperación, abrí la caja y que felicidad, un carro de policía, de pilas,
metálico, modelo campero, de colores blanco y negro, luz en el techo, sirena en
el guardabarros y dos policías con sus metálica personalidades aposentados en
sus respectivos asientos.
Sin esperar ninguna otra instrucción o sin escucharla si la
dieron, lo puse en marcha y arranco como alma que llevaba el diablo por
todo el salón, y yo detrás como un idiota; el aparato chocaba contra todo,
patas de asientos, pies de madre, padre e hijos, daba reversa y arrancaba de
nuevo en su loca carrera; mi padre pego un grito; para eso carajo, que
estas interrumpiendo la entrega de regalos; me tire en plancha y sorprendí a
puto carro dando reversa, lo apague y hasta allí llego la felicidad de la
noche.
El siguiente hermano, Pésimo, fue llamado al patíbulo,
recibió su caja y con igual o más emoción que la mía, supongo porque esperaba
un regalo similar al mío, rompió la caja sin siquiera deshacerse del papel,
antes; quedo paralizado y su sonrisa se transformó en una mueca, saco su
regalo, y pregunto y esto qué? Mi padre con cara de que te pasa, cogió el puto cocodrilo metálico, le dio encendido y lo puso en el
suelo; la bestia empezó a caminar a paso lento, se detenía un momento, movía la
cabeza para un lado y otro, luego seguía su parsimonioso desplazamiento.
Creo que todos y en especial yo, pensé, que mierda de
regalo; mi hermano soltó en llanto, yo no quiero ningún cocodrilo, yo quiero el
carro de policía del Carlo; me quede frío, mierda me van a quitar mi carro y se
lo van a dar a este pendejo para que deje de llorar y patalear, no sabía qué
hacer; al fin abrace mi carro con fuerza y desaparecí del panorama, me refugie
debajo de las cobijas con carro y todo, esperando que mis padres no me llamaran
para intercambiar el regalo por el estúpido cocodrilo; la repartición de
regalos y la felicidad de los demás quedo opacada por la gritería de mi hermano
Pésimo.
Yo temblaba dentro de mi cama pensando que mi padre vendría hasta
mi cama y con un grito me arrebataría mi carro, me tiraría el puto
cocodrilo y le daría mi regalo a Pésimo; no dormí, por la preocupación de
perder mi regalo y la lloriqueadeara del frustrado amaestrador de cocodrilos.
Al día siguiente mi madre muy a las ocho de la mañana y no antes porque no
habrían las tiendas de regalos sino hasta esa hora, salió a recorrer todas la
jugueterías del pueblo que no pasaban de tres, y nada, no encontró nada que se
pareciera a mi flamante carro de policía, a duras penas si consiguió un
camión de plástico, más feo que el cocodrilo y al que tenía que amarrarle una
cuerda y tirar de ella para que andará.
Pésimo no paró de llorar durante tres días, el muy descarado
pidiendo que me quitaran mi regalo y se lo dieran a él; que sufrimiento tan
verraco el mío, que infelicidad de navidad, para mí, para Pésimo y el resto mis
hermanos que perdieron la emoción de abrir sus regalos.
Creo que Pésimo, aún no ha perdonado la afrenta y sigue con la
misma envidia.
Carlo Malosso
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